lunes, 6 de febrero de 2012

El precio de una segunda oportunidad


Prólogo/Epílogo: Fin de la libertad.


Los últimos días habían sido anormalmente revueltos con la aparición de dos agentes coloniales. Naturalmente los pueblerinos les habían acogido en sus mejores habitaciones, haciendo gala de hospitalidad.

Esos dos hombres de vestiduras verdes y amarillas confeccionadas con brillante tejido sintético, mucho mas resistente que los harapos auto-confeccionados de la muchedumbre, habían pasado el tiempo evaluando el sitio, tomando datos sobre tasas de natalidad, estado de salud y media de edad para sus informes.
También preguntaban frecuentemente por las necesidades del populacho hasta que, finalmente, se reunieron con el consejo de ancianos pidiendo una asamblea general.
Los ancianos arrufaron la nariz pero estaban obligados a darles audiencia y obedecer.
La ley era la ley y, aunque pocos podían siquiera recordarla, todos y cada uno de los habitantes estaban sujetos al contrato firmado hacía ya muchas décadas por sus padres y/o abuelos.
Esa misma noche, en la penumbra de la espaciosa cabaña similar a una gran yurta y alumbrada sólo por un fuego en tierra en su parte central, una anciana de ojos color oliva alzó la voz por encima del expectante tumulto dirigiéndose a los chiquillos reunidos entorno a las llamas.
-¿Qué veis cuándo miráis al cielo, pequeños? – dijo con su voz cascada por los años.
Los niños se quedaron sorprendidos por el repentino silencio de los mayores ahora expectantes, pero Willy, el más avispado y valiente de los mozos, respondió con presteza: “los bufflys y las sybilas”.
Casi pisándole la respuesta, oyendo que otro rompía el hielo, una niñita se aventuró a añadir: ”la noche”.
- Si, son unos pájaros muy rápidos, Willy.- dijo la anciana cabeceando afirmativamente - Pero busco algo más lejano. Melis se a acercado más a lo que yo busco ¿Qué estoy buscando? – interrogó entonces al resto de niños.
Otro pequeño, un tanto más rollizo y de mente más soñadora añadió: “las estrellas”.
Finalmente ella asintió complacida y les ofreció como premio unos dulces que guardaba en el bolsillo.
Madre Kuborid, era la más anciana del pueblo pese a tener sólo alrededor de setenta años y le pertocaba por derecho presidir el aula plena del asentamiento. No es que fuera la mas vieja en edad, pero sí en consciencia.
- Sí, estrellas. - prosiguió - Y muchos otros como nosotros viven mas allá de estas llanuras y bosques - explicó a los jóvenes - y mas allá de los mares y mas allá de todo lo que conocéis. Los señores ahí de pié son testigos de ello, ¿no es verdad? – Dijo refiriéndose a los agentes coloniales.

Les miró fijamente a través del gentío hasta que uno de ellos tomó la palabra.
- Así es. Desde colonizaciones Diáspora agradecemos la hospitalidad ofrecida por Madre Kuborid y toda la… - se detuvo unos instantes a buscar la palabra exacta – aldea.- concluyó.
Tenía
una voz melosa y tranquila. Si una voz podía irradiar un aura cálida esta era la del hombre alto y esbelto que se había adelantado caminando altivamente.
- Y nosotros estamos agradecidos de vuestra presencia aquí, procurador.- Ladró la anciana - Decidnos, ¿cuál es vuestro cometido? –
- Preferiríamos hablar en privado con cada cabeza de familia, si no es mucha molestia. No querríamos importunarles más de lo necesario y quizás los niños preferirían ahorrarse el aburrimiento de las charlas de mayores –
- No me venga con bobadas. Se muy bien a lo que han venido. Soy lo bastante anciana para acordarme y es algo que nos incumbe a todos. Usted ha convocado el aula plena. El aula plena está reunida. No se quede ahí plantado y diga lo que tenga que decir.–
- Preferiría que solo estuvieran los mayores – replicó.
- No hay motivo para ello. Suéltelo de una vez. – señaló a los niños - A ellos les afecta tanto como a nosotros. No soy la única aquí que se acuerda de qué y quién representáis. Contaba cuarenta-y-cinco años cuando llegué a este planeta y me acuerdo perfectamente de todo. Mi memoria está intacta. Muchas gracias.–
Los hombres parecieron desconcertados por unos instantes, justo lo que la anciana pretendía. Con un calculo rápido deducían que esa vieja debería de tener noventa-y-cinco años y apenas aparentaba setenta. Era matemáticamente imposible que estuviera en tan buen estado de conservación viviendo en las condiciones en que vivían esas gentes y sin sueros de la longevidad.
Aun así se recuperaron rápidamente y retomaron el control de la situación:
- Venimos a hacer efectivo el contrato por el cuál sus abuelos, y quizás algunos de ustedes, firmaron y por el cuál se hace a colonizaciones Diáspora benefactora de sus servicios. Se les pide amablemente la asistencia, en un periodo de un año, a la central de producción para hacerse efectiva su compensación salarial y formación vocacional en un entorno rendible de primer orden. – descansó unos instantes - Se les ofrece agua corriente, electricidad y sitio de residencia totalmente preparado en el circuito productivo de la empresa. No tendrán que ir hasta el río a lavar los platos o la ropa, no tendrán que depender del fuego para cocer los alimentos y calentar sus casas, ni destilar óleos para alumbrarse. Todo gracias a la energía limpia de la electricidad. Además la asistencia sanitaria nunca más será un problema gracias a los avances en medicina que les ofrecemos en ciudad Diáspora. –
Una mujer, de ojos verdes muy vivos, a la que el resto de aldeanos llamaba Did salió de entre las sombras y aplaudió.
- Bonito discurso. ¿Y si no lo hacemos? No quiero dejar mi casa –
Más voces se unieron a ella en protesta. Pero eran muchas menos de las que a la anciana le habría gustado oír.
Los dos hombres habían estado estudiando a esa tal Did. Era la hija primeriza de Madre Kuborid y, pese a superar ligeramente los cincuenta años tenía tanto poder como cualquiera de los ancianos. Si lograban acallarla a ella y a la vieja chocha, el pueblo era suyo.
- Tranquilos, tranquilos – el segundo hombre habló por primera vez - Hemos pensado en todo y podrán llevarse de aquí lo que deseen, además les proporcionaremos las herramientas necesarias para llevar sus enseres. Todo a cargo de la compañía.
Estamos seguros de que no lo echarían en falta, pero somos conscientes de que querrán conservar sus recuerdos y objetos preciados. Por otro lado, piensen en que no tendrán que preocuparse de la escasez de comida en periodos invernales ni del duro esfuerzo de labrar y proteger los campos. Mas si gustan de cuidarlos y ver crecer los frutos de la tierra, tenemos múltiples empleos y zonas de recreo en las granjas hidropónicas, dónde sólo se cultivan verduras y hortalizas de primera calidad. Libres de plagas.
Piensen en sus hijos. – hizo una pausa mediática - Sus hijos tendrán un brillante futuro y escolarización a cargo de verdaderos maestros que les enseñarán ciencias, matemáticas, historia universal, lectura y escritura. -
Esta vez nadie alzó la voz. Sólo algunos niños jugaban en el suelo de la gran yurta ajenos a lo que pasaba a su alrededor, aun demasiado pequeños para concebir realmente lo que se estaba debatiendo.
Los adultos mantenían silencio, especulando con todas esas promesas.
Sólo los pocos viejos de la aldea veían desvanecerse el sueño de la libertad ante sus cansados ojos.
Así fue como tres meses después, todo el pueblo marchaba en caravana hacia lo que la mayoría llamaba “la ciudad que cayó del cielo”.
Sólo quedaban atrás ocho personas a cargo del santuario Neo-sintoista.
Habían sido años bonitos de vivir. Una segunda oportunidad única en el universo… ¿pero a qué precio?
Madre Kuborid contempló a su hija, quién, en cierto modo, también era su vivo retrato y ésta la fue a arropar cuando pasaron por al lado del cementerio de la villa. Allí descansaban la mayoría de los primeros colonos. Allí quedaban enterrados mucho más que sentimientos y emociones. Cuarenta-y-dos años de su vida hacía tiempo que eran pasto de los gusanos.

El precio de una segunda oportunidad
Negro sobre negro y el horizonte salpicado de pequeños puntos crepitantes, como velas de lejanos fulgores, de fuegos ígneos que ardieron hace cientos de años y cuya luz se filtra por un diminuto ojo de buey.
Al otro lado del cristal Kublai observaba con indiferencia el espectáculo del universo.
Aburrido de la monotonía que le ofrecía la minúscula abertura, finalmente, desvió su atención hacia el centenar de personas con quienes compartía estancia.
Al menos cuarenta yacían sentados alrededor de la puerta, ansiosos de salir en cuánto sonaran los indicadores de ración diaria. Se les veía sudorosos e inquietos, parecían no entender que la maquina pensante de la nave reprocesaba comida para todos ellos, la misma cantidad para cada uno y siempre a la misma hora.
Kublai, en todos los años que llevaba viajando allí, había tenido mucho tiempo para reflexionar sobre esa conducta. Había llegado a la conclusión de que lo que contaba para ellos era ser el primero en algo, sentirse importante aunque sólo fuera llegando el primero a la sala del comedor.
En otro grupo estaban los que se refugiaban en la fe. Sentados alrededor de un pastor del Nuevo Sintoismo, pedían a este que explicara historias.
En un principio no era mas que un buen entretenimiento para las largas horas de desesperada y angustiosa tranquilidad pero, poco a poco, en esos interminables dieciséis años de viaje, el pastor se había ganando la simpatía y confianza de no pocos colonos.
La religión es para los ricos o los desesperados” oía decir Kublai a su madre dentro de su cabeza “mientras me quede fuerza en los brazos no estaremos desesperados y no daremos nuestros ahorros a esos papanatas” el recuerdo de esas palabras le hacía sonreír como un bobo.
Al fin y al cabo, la única creencia religiosa de Kublai y de sus padres había sido que el día siguiente llegaría para volver al trabajo y, quizás, sólo quizás, habría la oportunidad de compartir un buen rato jugando a las cartas en familia antes de ir a la cama.
Eso desembocó en mas recuerdos.
Él era hijo de simples trabajadores de Habdalkrïm Microcorps (una de las doce grandes corporaciones) y, como los padres de sus padres, ellos hacían una dura jornada de diez horas en condiciones durísimas.
El contrato era vitalicio e incluía vivienda, comida y agua corriente a cargo de la empresa... a veces incuso electricidad.
Los trabajadores no tenían que pagar por ello y recibían un mísero sueldo que normalmente gastaban en los vicios que la misma empresa ofrecía. Lo único que tenían que hacer era trabajar toda su vida.
Esos eran buenos tiempos, pensó él, sin embargo todo tiene un final. La “crisis del Protectorado” impidió que Microcorps contratara en una buena temporada y los que no trabajaban, a excepción de los niños, debían abandonar la urbe construida alrededor de las plantas de producción. Uno de ellos era Kublai, cuya solicitud de trabajo aún estaba en proceso y por lo tanto quedó denegada.
Recordó ahora el momento en que cruzó la portalada exterior... Allí reinaba la pura anarquía. Vertederos de barracas se apiñaban contra los muros de las ciudades corporacionales. Los que allí vivían se alimentaban de los desperdicios, vestían en harapos y defecaban en las improvisadas calles... y es que la Tierra, marte y algunas lunas de júpiter estaban superpoblados.
La crisis del protectorado consistía precisamente en eso. Los planetas se encontraban al borde del colapso. La humanidad debería encontrar otros sitios donde expandirse o desaparecer. De nuevo, las corporaciones encontraron la respuesta. Crearon inmensas y lentas naves migratorias para llevar a la población fuera de sus mundos natales.
Kublai no dudó un instante en inscribirse en una de esas expediciones para huir de la barbárie de los vertederos.
Después de unos acelerados análisis médicos y evaluada su personalidad, obtuvo una plaza en el denominado “circuito de nueva colonia”, lo que vendría a ser un curso acelerado de cómo se debe vivir en una nave migratoria.
Una semana después de firmar su contrato con “Colonializaciones Diáspora” embarcó en un viaje incierto junto a dos-mil ochocientas siete personas más.
El hombre fue desquitado de su ensimismamiento al observar movimiento en la muchacha que dormía a unos tres metros. Kublai Sabía que se llamaba Didiera pese a que todos la llamaban Did.
Apenas una niñita de seis años al principio del viaje espacial, ésta ya se había hecho toda una mujer de veintidós.
Él hubiera dado algo por retroceder en el tiempo y poder tirarle los trastos a esa chica guapa de ojos oliváceos... pero a sus cuarenta-y-dos no tenía ninguna oportunidad.
Una chica joven en una nave colonia no tenía muchas cosas a hacer y, a juzgar por el tamaño de su barriga, desde hacía unos meses el sexo tampoco se incluía entre ellas.
El hombre había observado como, a medida que avanzaba la gestación, ella se había ido aislando cada vez más del resto de colonos. Probablemente nadie aceptaba ser el padre de la criatura, dedució.
Usar y tirar. Los seres humanos podíamos llegar ser tan crueles...
Sin previo aviso la voz de la nave, “Lila” cómo la habían apodado los colonos, anunció un nuevo salto en el espacio abierto que los llevaría a varias decenas de años luz de su posición actual. Esa compleja acción sólo llevaría de cinco a diez minutos en prepararse.
Las “naves migratorias lentas” no lo eran tanto en la realidad, pero veinte años metido en una parecían realmente demasiados para la mayoría.
En cuanto empezara el salto no debían moverse de su sitio y dejar la mente en blanco. De otro modo podría darse una sobrecarga neuronal, pudiendo desembocar en numerosas patologías físicas y mentales. Desde la parálisis de un dedo del pié a un colapso de los órganos vitales. Desde un simple tic nervioso a perdida total de los recuerdos, pasando por una amplia gradación de neurosis. Obviamente eso no era habitual si se seguían las directivas de seguridad antes esmentadas.
Se lo habían explicado y repetido en tantas ocasiones que lo podía recitar de memoria.
Kublai se relajó a su modo. Se tumbó boca arriba y cerró los ojos a la vez que la mente se convertía en una roca sólida de la que nada escapaba.
Al otro lado del habitáculo escuchó unas voces elevar una corta plegaria a los Kamis.
A su lado Did despertó con un fuerte alarido y la oyó semi-incorporarse bufando. Hubo un segundo alarido seguido del ruido de liquido al vertirse en las desgastadas mantas.
Los motores de salto ya emitan un zumbido grave que subía en frecuencia a cada instante.
-¡Oh, dioses!- gritó ella.
Dos personas se aproximaron y, como pasaba siempre, una de ellas tuvo que hacer la típica pregunta idiota:
- ¿Estas bien querida? – dijo la voz de otra mujer con marcado acento Neo-bretónico.
- ¡Estoy dando a luz en medio de un salto, Idiota! ¡No estoy bien pedazo de...!-
- Soy el medico - cortó la voz serena y cálida de Heims, uno de los pocos sanitarios de los que contaban en la nave – Deberías echarte y descansar hasta que pase el salto o te arriesgas a un colapso, Did. Mantén la calma, yo estaré a tu lado. Todo saldrá bien si te relajas unos instantes. –
Oyó a la chica volver a echarse en el suelo profiriendo un corto grito de dolor. Esta vez Kublai perdió la concentración y tuvo que observar. El sonido de los motores y su instinto primario le apremiaba a dejar que todo eso no le afectara pero, sin embargo, lo hizo. La miró.
Ella respiraba entrecortadamente y sudaba mientras aguantaba un una maldición cada vez que un espasmo recurría su abdomen. Entonces sus miradas se cruzaron y un sentimiento de culpa recorrió al hombre de arriba a abajo.
Impulsivamente tomó una de las manos de la chica. Los ojos de ella eran un mar de lagrimas y su cara estaba roja. Aun así logró destensar por un momento la mandíbula para dirigirle una sonrisa agradecida y un silencioso “gracias” justo antes de que un nuevo espasmo hiciera que le apretara la mano con tanta fuerza que las uñas de la joven le laceraron la piel.
El motor llegaba al cenit de sus revoluciones. Quedaban apenas unos segundos para que el salto se hiciera efectivo. Kublai no pudo liberar la mano, a decir verdad sus pensamientos se debatían entre el posible shock que sufriría él y cómo de mal lo estaría pasando la muchacha.
Un momento después la nave se desintegró.
El espacio se deformó.
El sonido quedó atrás pero a la vez fue ensordecedor, torrentes de energía pura fluían a través de sus cuerpos y la vista se perdía en un cristalino y cegador haz de luz blanca mientras el corazón parecía detenerse en cada latido.
Estaban allí pero, sin embargo, viajaban tan rápido se podía considerar que no existían en el espacio-tiempo.
Did siguió sintiendo el dolor, ésta vez mucho mas intensamente durante parte del salto, un dolor que se extendía por todo su cuerpo y al que finalmente sustituyó la asfixia.
A su vez Kublai empezó a notar una sensación incandescente en los cortes de su mano. Esa sensación, entre dolorosa y placentera, acaparó toda su atención y de repente le invadió un inmenso dolor abdominal que le azotaba espasmódicamente.
Apenas unos instantes después Lila comunicó con voz monótona que el salto se había realizado con éxito. Estaban en el sistema Algiedi Prima y habían encontrado un planeta susceptible de albergar vida. En tres años la nave llegaría a su órbita.
Sin embargo, mientras la inteligencia artificial pronunciaba estas palabras, en el habitáculo la atención se centraba en el parto. Alrededor del cuerpo de la chica, que gritaba desesperadamente con los ojos fuera de órbita y victima de un supuesto posible de ansiedad, empezaban a congregarse curiosos los colonos.
El Médico tuvo que pedir ayuda a dos hombres fuertes para sujetar a la muchacha y sedarla. Cinco minutos después salió la criatura. El parto fue rápido y sin mas complicaciones.
Poco pudo hacer Heims en ese momento por atender al hombre que yacía al lado de la muchacha. Este respiraba pesadamente y se movía de forma torpe al tiempo que la saliva corría por las comisuras de su boca, manchando su descuidada barba.
Las autoridades coloniales se llevaron el cuerpo de Kublai en una camilla, incapaces de comprender qué le había ocurrido.
A priori su cerebro presentaba una actividad frenética y reaccionaba a los estímulos normalmente. Sin embargo no dejaba de llorar, pronunciaba cosas incomprensibles y se chupaba el dedo pulgar como si fuera un bebé.
La niña, de ojos verdes muy vivos y mirada penetrante, observaba a su alrededor cómo si comprendiera todo lo que estaba pasando a la perfección mientras su madre dormía profundamente por los efectos de la droga.

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