1- Una muerte
anunciada:
En sus últimos años, padre arrastraba una lesión permanente en una muñeca izquierda y en el hombro derecho. La primera debido al continuo entrenamiento con su arma favorita, la espada tortuga, la segunda por un mal golpe mal sanado. Además había que añadirle lo del tobillo derecho, por una muy mala cuchillada asestada por un ya moribundo Tri-kleen.
Cuando
se dio cuenta de que las lesiones eran irremediables al consultar a
uno de los pocos buenos y carísimos médicos de la ciudad, pues no
había querido acudir a ellos por orgullo, y de que sus huesos
empezaban a fallar, empezó a apuntarse en las “grandes”
refriegas. Algunas contra grandes gladiadores, otras simples
carnicerías contra una buena cantidad de contrincantes menos
conocidos, una melee.
Eso
hozo que ganara mucha reputación, a coste de numerosas y espantosas
heridas, pero incluso se dice que fue citado por el tirano una vez.
Todas
esas acciones eran dolorosas para los que le queríamos. Sabíamos
que lo hacía para buscar una muerte gloriosa. Se obsesionó con esa
idea y prácticamente se olvidó de todos. De mi y de mi madre, y
también de los hijos que tuvo con su verdadera mujer. Finalmente, en
una contienda múltiple pasó lo que tenía que pasar... Pero no fue
ni bonito, ni agradable, ni glorioso, ni justo. Lo recuerdo porque yo
estaba en la grada, como cada vez, junto a mi madre.
Después
de veinte años en las arenas su muerte fue triste y deshonrosa, su
espada tortuga se había quebrado contra un luchador de gran tamaño
al que había abatido más tarde con la fuerza de la experiencia y la
ayuda de una media lanza de hueso de Kang pero ahora, delante suyo,
había un joven e infamioso gladiador llamado Ernest y cuyo apodo era
en ese momento “Hawler”. El chico había estado escurriendo el
combate durante todo el encuentro y los abucheos contra el chico eran
palpables. La actuación de Hawler estaba siendo realmente mala, casi
humillante y el público estaba volcado como una piña en apoyo al
gran Yan Longwall.
Hawler
pidió clemencia en perder su arma y mi padre, como era habitual,
consultó al peplum. En ese instante de distracción, en ese momento
crucial, un cuchillo oculto en el brazal de cuero de Hawler se clavó
en las partes bajas de padre desde detrás, trazando un arco por
entre las piernas hasta alcanzar su objetivo. Mirándolo fríamente
era un golpe condenadamente complicado de realizar, lanzado justo a
tiempo, cómo cuando un halcón del desierto cae encima de una
serpiente.
No contento con ello, lo abrió en canal, desde el bajo vientre esta el esternón y a través de las costillas, que sonaron como cuando uno pisa una cucaracha y finalmente le perforó ambos ojos.
La arena enmudeció ante esa imagen grotesca, incluso para una arena. Esa demostración de crueldad innecesaria a traición. Acostumbrados como estaban a que las peleas de padre fueran siempre divertidas y llenas de muchos “bises” en cuanto el oponente quedaba desarmado.
Nadie
podía creer lo que estaba pasando, ¿No había gloria en la muerte
de Yan LongWall, un gladiador que había servido al público durante
veinte años?
La reacción entre los espectadores era previsible; Llovieron abucheos, pañuelos, escupitajos y verduras en mal estado sobre el ganador del combate. La rabia era palpable.
Hawler
tuvo que ser escoltado por los guardias de la arena hacia los
calabozos.
La
verdad es que, recordando el momento desde una óptica neutral,
omitiendo la evisceración, y habiendo visto tantos combates, debo
decir que Hawler supo ver las debilidades de padre; había reparado
en el tobillo paralizado y la mano entumecida e hinchada por largo
rato de acometidas... Y atacó en el momento exacto para sacar
partido de ello.
Hawler
era un luchador de primera y supo esconderlo hasta el final para dar
la sorpresa disfrazándolo de mala actuación. Pese a que lo maldije
con todo mi ser, ahora sé gracias a Darej que ese hombre hizo un
paso magistreal en esa corriente turbia de lucha llamada infamia,
contraria a la fama.
Al
morir padre, su fortuna pasaba a su primogénito.
Mi
padre había tenido otros hijos como ya he dicho, algunos de ellos
varones y que hostentaban mayor estatus. Ser un liberto te deja en un
limbo en el que los esclavos te tienen envidia y los ciudadanos
libres siguen mirándole a una por encima del hombro.
Lo
único que heredé fue lo que Sandor, Maryan y Kono no quisieron, en
el testamento disponía que yo debía quedarme con alguna propiedad,
mi madre no puede heredar al ser esclava, como bien sabrá.
Y
lo que no querían resultó ser ese solar de cuatro paredes a pleno
sol en el que sigo viviendo, ocupado mayormente por el campo de
entrenamiento en el que estaba la maquinaria desgastada por el uso,
totalmente invendible. La única parte protegida del sol era un
minúsculo cobertizo en la pared que daba al norte, apenas quince
pies de largo por cuatro y medio de ancho.
Las
casas (incluida aquella a la que llamaba mía), el dinero, las ropas,
las valiosas armas, equipo y las armaduras ornamentadas fueron
vendidas, todo lo que tenía algún valor relevante... Pero no todo
desapareció.
Derej
“Yukan”, un antiguo gladiador retirado que, a su vez, hacía de
único confidente, asesor y entrenador de mi padre había conseguido
arrebatar del campo de batalla la antigua espada de tortuga de mi
padre hecha pedazos. Un premio suculento para cualquier
coleccionista.
También estaban todas las armas de entrenamiento de hueso no exóticas, viejas e irremediablemente desgastadas, apiladas en un montón polvoriento en el cobertizo. Nadie daría nada por ellas, su reparación costaría mas que el propio precio.
También estaban todas las armas de entrenamiento de hueso no exóticas, viejas e irremediablemente desgastadas, apiladas en un montón polvoriento en el cobertizo. Nadie daría nada por ellas, su reparación costaría mas que el propio precio.
Y
esa fue mi herencia.
Todo habría ido como era de esperar, yo y mi madre metidas en el cobertizo ganándonos la vida como pudieramos, de no ser porque los esclavos también habían cambiado de manos.
Mi madre pasó a manos de Sandor, el hijo mayor, que no tuvo ningún escrúpulo a venderla por unas pocas monedas a...
Sí,
exacto, al ahora ya viejo Criyto, que aún seguía queriendo su
capricho después de tanto tiempo.
Antes
de dejar la casa de mi madre, hice acopio de las pocas cosas que
teníamos y pude conservar algunos de los animales: una caja grande
de Renk, esas babosas con las que he aprendido a convivir encima de
mi cuerpo, bajo la ropa, desde que tengo recuerdos, y el lagarto
Z’tal que me regalaron por mi noveno aniversario al que yo misma vi
salir del huevo, JoJo.
Pero
volvamos a Criyto.
Cryito
ya no era un Jazst, los días en que su cuerpo era ágil pasaron y
las heridas de la arena pasaban factura, pero seguía conservando su
sagacidad y una gran inteligencia, que se sumaba a la basta
experiencia y su posición social noble, de modo que seguía siendo
un mito de las después de tantos años. Además era uno de los
favorecidos del tirano, por lo que gozaba de las mejores atenciones
médicas disponibles.
Así
que fui separada de mi madre, quedé sin casa, ninguna fortuna y
repudiada por los que aquellos simpáticos amigos de padre: aquellos
falsos benefactores con los que uno está bien mientras todo va bien.
A ellos recurrí cuando no me quedaba nada, sólo con el ruego de que
me dejaran dormir con los perros y me dieran un mendrugo de pan. Me
encontré siempre con buenas palabras... y puertas cerradas.
La vida en Tyr no es fácil.
A mis catorce años había aprendido el oficio de remendar ropas y a criar Renks, aun así conservaba el empleo que padre me consiguió a los once.
Como
siempre me habían gustado los animales, mi padre tiró de sus
amistades con el señor Dingló Ulan-Ob, que ostenta un negocio de
importación de animales para las Ferai. El empleo se basaba en tener
a las fieras alimentados, limpias y preparados para la arena sin
perder la vida en el intento.
Dingló
era entonces famoso criador, su ganadería se caracterizaba por ser
una de las mas resistentes en el ruedo, y el favor de mi padre y de
otros importantes gladiadores era importante para poder colarse en
los grandes juegos.
Mientras
padre vivía, el resto de trabajadores eran tratados cómo parias (en
su mayoría eran esclavos) pero a mi nunca me había tocado un pelo.
Aunque hiciera algo un poco mal sólo era reprendida verbalmente. Era
evidente que eso cambió.
Si el Kang salvaje (al que yo en esa época llamaba Pateador, pues ese había sobrevivido ya a dos justas) no estaba lo bastante gordo ni era bastante rápido para los juegos (porque lo alimentaban con demasiada poca carne y le faltaban dos patas), era mi culpa y era atizada con el bastón. Si el Tigone causaba demasiado alboroto (porque no lo habían sacado en dos días al patio y se consumía de ansia dentro de al celda) era mi culpa por no calmarlo.
Si
los Rasclinns decidían matar al otro cuidador, por ser un imbécil
incauto al que se le ocurrió la radiante idea de atizar a la hembra
alfa de la manada estando ésta embarazada, también era mi culpa.
Eso
sólo por poner algunos ejemplos.