viernes, 22 de junio de 2012


1- Una muerte  anunciada:

En sus últimos años, padre arrastraba una lesión permanente en una muñeca izquierda y en el hombro derecho. La primera debido al continuo entrenamiento con su arma favorita, la espada tortuga, la segunda por un mal golpe mal sanado. Además había que añadirle lo del tobillo derecho, por una muy mala cuchillada asestada por un ya moribundo Tri-kleen.
Cuando se dio cuenta de que las lesiones eran irremediables al consultar a uno de los pocos buenos y carísimos médicos de la ciudad, pues no había querido acudir a ellos por orgullo, y de que sus huesos empezaban a fallar, empezó a apuntarse en las “grandes” refriegas. Algunas contra grandes gladiadores, otras simples carnicerías contra una buena cantidad de contrincantes menos conocidos, una melee.
Eso hozo que ganara mucha reputación, a coste de numerosas y espantosas heridas, pero incluso se dice que fue citado por el tirano una vez.

Todas esas acciones eran dolorosas para los que le queríamos. Sabíamos que lo hacía para buscar una muerte gloriosa. Se obsesionó con esa idea y prácticamente se olvidó de todos. De mi y de mi madre, y también de los hijos que tuvo con su verdadera mujer. Finalmente, en una contienda múltiple pasó lo que tenía que pasar... Pero no fue ni bonito, ni agradable, ni glorioso, ni justo. Lo recuerdo porque yo estaba en la grada, como cada vez, junto a mi madre.

Después de veinte años en las arenas su muerte fue triste y deshonrosa, su espada tortuga se había quebrado contra un luchador de gran tamaño al que había abatido más tarde con la fuerza de la experiencia y la ayuda de una media lanza de hueso de Kang pero ahora, delante suyo, había un joven e infamioso gladiador llamado Ernest y cuyo apodo era en ese momento “Hawler”. El chico había estado escurriendo el combate durante todo el encuentro y los abucheos contra el chico eran palpables. La actuación de Hawler estaba siendo realmente mala, casi humillante y el público estaba volcado como una piña en apoyo al gran Yan Longwall.
Hawler pidió clemencia en perder su arma y mi padre, como era habitual, consultó al peplum. En ese instante de distracción, en ese momento crucial, un cuchillo oculto en el brazal de cuero de Hawler se clavó en las partes bajas de padre desde detrás, trazando un arco por entre las piernas hasta alcanzar su objetivo. Mirándolo fríamente era un golpe condenadamente complicado de realizar, lanzado justo a tiempo, cómo cuando un halcón del desierto cae encima de una serpiente.

No contento con ello, lo abrió en canal, desde el bajo vientre esta el esternón y a través de las costillas, que sonaron como cuando uno pisa una cucaracha y finalmente le perforó ambos ojos.
La arena enmudeció ante esa imagen grotesca, incluso para una arena. Esa demostración de crueldad innecesaria a traición. Acostumbrados como estaban a que las peleas de padre fueran siempre divertidas y llenas de muchos “bises” en cuanto el oponente quedaba desarmado.
Nadie podía creer lo que estaba pasando, ¿No había gloria en la muerte de Yan LongWall, un gladiador que había servido al público durante veinte años?

La reacción entre los espectadores era previsible; Llovieron abucheos, pañuelos, escupitajos y verduras en mal estado sobre el ganador del combate. La rabia era palpable.
Hawler tuvo que ser escoltado por los guardias de la arena hacia los calabozos.
La verdad es que, recordando el momento desde una óptica neutral, omitiendo la evisceración, y habiendo visto tantos combates, debo decir que Hawler supo ver las debilidades de padre; había reparado en el tobillo paralizado y la mano entumecida e hinchada por largo rato de acometidas... Y atacó en el momento exacto para sacar partido de ello.
Hawler era un luchador de primera y supo esconderlo hasta el final para dar la sorpresa disfrazándolo de mala actuación. Pese a que lo maldije con todo mi ser, ahora sé gracias a Darej que ese hombre hizo un paso magistreal en esa corriente turbia de lucha llamada infamia, contraria a la fama.

Al morir padre, su fortuna pasaba a su primogénito.
Mi padre había tenido otros hijos como ya he dicho, algunos de ellos varones y que hostentaban mayor estatus. Ser un liberto te deja en un limbo en el que los esclavos te tienen envidia y los ciudadanos libres siguen mirándole a una por encima del hombro.
Lo único que heredé fue lo que Sandor, Maryan y Kono no quisieron, en el testamento disponía que yo debía quedarme con alguna propiedad, mi madre no puede heredar al ser esclava, como bien sabrá.
Y lo que no querían resultó ser ese solar de cuatro paredes a pleno sol en el que sigo viviendo, ocupado mayormente por el campo de entrenamiento en el que estaba la maquinaria desgastada por el uso, totalmente invendible. La única parte protegida del sol era un minúsculo cobertizo en la pared que daba al norte, apenas quince pies de largo por cuatro y medio de ancho.
Las casas (incluida aquella a la que llamaba mía), el dinero, las ropas, las valiosas armas, equipo y las armaduras ornamentadas fueron vendidas, todo lo que tenía algún valor relevante... Pero no todo desapareció.
Derej “Yukan”, un antiguo gladiador retirado que, a su vez, hacía de único confidente, asesor y entrenador de mi padre había conseguido arrebatar del campo de batalla la antigua espada de tortuga de mi padre hecha pedazos. Un premio suculento para cualquier coleccionista.
También estaban todas las armas de entrenamiento de hueso no exóticas, viejas e irremediablemente desgastadas, apiladas en un montón polvoriento en el cobertizo. Nadie daría nada por ellas, su reparación costaría mas que el propio precio.
Y esa fue mi herencia.

Todo habría ido como era de esperar, yo y mi madre metidas en el cobertizo ganándonos la vida como pudieramos, de no ser porque los esclavos también habían cambiado de manos.
Mi madre pasó a manos de Sandor, el hijo mayor, que no tuvo ningún escrúpulo a venderla por unas pocas monedas a...
Sí, exacto, al ahora ya viejo Criyto, que aún seguía queriendo su capricho después de tanto tiempo.

Antes de dejar la casa de mi madre, hice acopio de las pocas cosas que teníamos y pude conservar algunos de los animales: una caja grande de Renk, esas babosas con las que he aprendido a convivir encima de mi cuerpo, bajo la ropa, desde que tengo recuerdos, y el lagarto Z’tal que me regalaron por mi noveno aniversario al que yo misma vi salir del huevo, JoJo.

Pero volvamos a Criyto.
Cryito ya no era un Jazst, los días en que su cuerpo era ágil pasaron y las heridas de la arena pasaban factura, pero seguía conservando su sagacidad y una gran inteligencia, que se sumaba a la basta experiencia y su posición social noble, de modo que seguía siendo un mito de las después de tantos años. Además era uno de los favorecidos del tirano, por lo que gozaba de las mejores atenciones médicas disponibles.
Así que fui separada de mi madre, quedé sin casa, ninguna fortuna y repudiada por los que aquellos simpáticos amigos de padre: aquellos falsos benefactores con los que uno está bien mientras todo va bien. A ellos recurrí cuando no me quedaba nada, sólo con el ruego de que me dejaran dormir con los perros y me dieran un mendrugo de pan. Me encontré siempre con buenas palabras... y puertas cerradas.

La vida en Tyr no es fácil.

A mis catorce años había aprendido el oficio de remendar ropas y a criar Renks, aun así conservaba el empleo que padre me consiguió a los once.
Como siempre me habían gustado los animales, mi padre tiró de sus amistades con el señor Dingló Ulan-Ob, que ostenta un negocio de importación de animales para las Ferai. El empleo se basaba en tener a las fieras alimentados, limpias y preparados para la arena sin perder la vida en el intento.
Dingló era entonces famoso criador, su ganadería se caracterizaba por ser una de las mas resistentes en el ruedo, y el favor de mi padre y de otros importantes gladiadores era importante para poder colarse en los grandes juegos.
Mientras padre vivía, el resto de trabajadores eran tratados cómo parias (en su mayoría eran esclavos) pero a mi nunca me había tocado un pelo. Aunque hiciera algo un poco mal sólo era reprendida verbalmente. Era evidente que eso cambió.

Si el Kang salvaje (al que yo en esa época llamaba Pateador, pues ese había sobrevivido ya a dos justas) no estaba lo bastante gordo ni era bastante rápido para los juegos (porque lo alimentaban con demasiada poca carne y le faltaban dos patas), era mi culpa y era atizada con el bastón. Si el Tigone causaba demasiado alboroto (porque no lo habían sacado en dos días al patio y se consumía de ansia dentro de al celda) era mi culpa por no calmarlo.
Si los Rasclinns decidían matar al otro cuidador, por ser un imbécil incauto al que se le ocurrió la radiante idea de atizar a la hembra alfa de la manada estando ésta embarazada, también era mi culpa.
Eso sólo por poner algunos ejemplos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario