viernes, 21 de septiembre de 2012

Hola, mi nombre es Phillip Baar, Asociado de la Asamblea en condición de Ashtati, grupo de infiltración.
Escribo esta carta por si desaparezco en mi próxima misión. Uno nunca sabe lo que puede pasar allí fuera y algo que a priori parece realmente fácil puede tornarse en cosas realmente desagradables.
Si en el plazo de seis meses no he enviado a nadie a recoger esta carta, ésta será enviada a la sede central de la asamblea notificando mi muy probable defunción.

Firmado:
Phillip Baar

Cada vez que redacto una de estas notas para dejar constancia de que estoy en una misión vienen a mi mente todas esas situaciones que tuve que pasar de pequeño.
Se que a la adminisitración de la Asamblea no debería importarle mucho la pérdida de un agente, esto es mas bien una de mis excentricidades, pero me gusta pensar no es sólo un gremio mercantil a lo que pertenezco, sino una familia, al menos la única familia que he tenido realmente y que hay alguien allí que me echará en falta...

Mi situación actual difiere mucho de lo que viví durante los primeros años de mi vida.
Nací en Ukar aunque yo siempre lo llamé por el nombre que usan los nativos, Kordeth, el mundo oscuro.
No tengo muchos recuerdos de mis padres, sólo se que murieron cuando yo tenía seis años... Quizás eso signifique que tuve una infancia felíz.
De lo que si me acuerdo es del pelo rizado de mi madre, color negro azabache, y de la cara severa de mi padre cuando hacía alguna fechoría... El resto de recuerdos son ya muy difusos, cómo si un velo los hubiera tapado.
No recuerdo nada de los últimos días que pasé con ellos pero deberían de haber hecho algo bastante grave (o ser acusados de algo grave...) para que la iglesia los condenara a muerte y a mi me marcaran la espalda con un hierro al rojo vivo como se hace con las reses.
Esa marca simboliza algo pero nunca me he atrevido a averiguar lo que es por temor a lo que pudiera acarrear, quizás por eso me cuesta tanto interaccionar con la iglesia... es como si el peso de lo que mis padres hubieron hecho un día flotara encima de mí cuando trato con alguien del clero.

Pero eso es agua pasada, lo que cuenta es que tuve que aprende a espabilarme sólo por las calles, tuve que aprender a sobrevivir y a cuidarme de los problemas, a escapar de los borrachos y de las peleas callejeras por las drogas, a evadir los vertederos y cavernas gobernadas por los clanes Ur-Ukar...
Sin embargo tuve suerte y la habilidad para salir de ello.
Cuando contaba ocho años, lo recuerdo porque fue el día de mi aniversario, un hombre alto, de cabello corto y cara angulosa embutido dentro de una chaqueta de cuero marrón me dio un par de monedas para seguir los movimientos de otro señor. Yo, claro está, acepté encantado. Me lo tomé cómo un juego y cumplí mi cometido.
Esa noche fui a por el resto de dineros prometidos en un bar de mala muerte que previamente habíamos acordado con el señor de la chaqueta marrón y le describí todas las conversaciones y transacciones que ese otro había realizado. Este me lo agradeció, me dio mi paga, y no volví a verle el pelo hasta medio año después.
Casualmente, me volví a topar con ese individuo.
Éste me saludó y me prometió una suma de dinero mayor, para seguir a otro “sospechoso”. Esta vez me fijé en que, dentro de los pliegues de su chaqueta asomaba un símbolo de una cadena atada a una maza. El símbolo que rápidamente identifiqué como el de la Asamblea.
Quizás, sólo quizás, si impresionaba de nuevo a ese hombre, podría salir del atolladero de las calles de Kordeth... Y eso hice.

Como de costumbre, esa noche me vi con él en el lugar acordado y le volví a relatar todo lo que había hecho y hablado el otro señor. Me dio mi dinero y se fue, no sin antes preguntarme el nombre y decirme que, si yo quería, podíamos quedar en la <<calle de la restitución, número veintisiete>>, dentro de tres días, para hablar de negocios. Si no me dejaban entrar sólo tenía que decir una palabra. Mequetrefe.

Y al cabo de tres días fui a esa dirección, tuve que indagar entre la gente porqué ese número no existía, pero al final di con el edificio cuyo acceso se encontraba en la calle contigua ya que la entrada por la calle de la restitución se había tapiado. Me pareció bastante ingenioso.

En cuanto pasé el pórtico del, al parecer, pobre edificio me di cuenta de que algo era diferente.
No había ni un solo cuadro en la pared, ni una pintura, ni un grabado, ni una planta para alegrar esa triste entrada... todo era extrañamente neutro. Demasiado neutro, pensé.
Me recibió una mujer ya mayor con una escoba en la mano y una bata de ir por casa y me preguntó si me había perdido.
Menee la cabeza negativamente y le dije que buscaba al hombre de la chaqueta de cuero marrón para hablar de negocios.
La mujer me trató de idiota y me intentó echar de la casa.

Le volví a explicar que el señor de la chaqueta me dijo, hacía tres días, que nos veríamos en la calle de la restitución, numero veintisiete y esto era aquí. Le dije mi nombre y entonces me acordé de la palabra. Mequetrefe.

La mujer entonces dejó la escoba en un rincón del pasillo, me miró de arriba abajo un poco incrédula y me hizo pasar a una salita en la que había un escritorio con algunos aparatos de televisión detrás. Al lado de la puerta había unas cuantas sillas puestas en fila.
La salita estaba bien iluminada por una lámpara de aspecto antiguo que dejaba escapar una luz a medio camino entre color ocre y blanco pastel. No había ventanas pero los monitores de televisión mostraban los alrededores de la casa.
La mujer ocupó la silla detrás del escritorio y me dijo, un tanto toscamente, que esperara sentado.

Una hora tardó el hombre de la chaqueta en venir, ésta vez con el brazo escayolado.
Le saludé y él me hizo pasar a otra estancia en la que me esperaban dos tipos más.
Antes de que ellos dijeran nada mi impulso fué preguntar si había hecho algo malo, lo que provocó las risas de los tres hombres.
El señor que me había citado hizo un resumen de lo que yo había hecho las dos veces que había estado trabajando para él de observador.
Para mi sorpresa descubrí que él también me había seguido a mi en esas dos ocasiones y yo no me había dado ni cuenta.
Los otros dos asintieron y me preguntaron acerca de mi vida.
Les conté cuánto querían saber. No había motivos para mentir en nada... a excepción de lo de la marca en la espalda, y ellos en ningún momento preguntaron si tenía alguna marca... Así que todo quedó en secreto.

Finalmente me dijeron que podía trabajar con ellos como ojeador y que me irían dando algunos trabajitos. Oficialmente estaba en prácticas para la Asamblea... De forma no oficial iba a ayudar a una pobre anciana con las labores de su casa y ella me pagaba una pequeña suma de dinero... Descubrí que lo que había en esa casa era una especie de gremio de matones a sueldo, pero a mi me daba igual. Mis primeros trabajos fueron traer paquetes de un sitio para otro, llevar algún que otro café, ordenar o llevar papeles de una mesa a otra, seguir a alguien un buen rato... Pero lo mejor era que me daba para comer haciendo algo honrado que sólo necesitaba de los ojos, las orejas, algo de memoria y saberte orientar por las callejuelas de la capital.

A los diez años se me enseñó a leer y escribir y pasé a ser un aprendiz.
Según decía mi maestro (porque por ese entonces se me asignó uno cuyo nombre era Asier) mi capacidad auditiva y mi concentración eran muy buenas y mi vista era capaz de percibir muchos detalles, a priori insignificantes.

Así fue como conseguí salir del atolladero por mis propios méritos y empecé a aprender sobre la Asamblea.
El señor de la chaqueta marrón resultó llamarse Miguel y ser de la rama de la asamblea llamada los Ashtati, por quienes yo había estado trabajando todo ese tiempo, una especie de soldado de búsqueda y eliminación pero también recopiladores de información, pruebas y lo que hiciera falta... Investigadores privados con el agravante de cazadores de cabezas. Un poco de todo. Por lo que pude deducir el gremio de los Magistrados tenía muy buena sintonía con ellos... Y donde haya caras-grises hay dinero contante y sonante.

Por otro lado, a mi me gustaba la calle, era mi medio natural. Cuando acabé mi fase de aprendizaje se me dieron a elegir varias opciones pero yo quería seguir los pasos de Miguel, el hombre de la chaqueta. Contemplé por unos instantes el empleo de transportista pero realmente lo único que me interesaba de ellos era aprender a conducir.

Entonces se me asignó un profesional del que recibiría ordenes.
No se como se lo hizo Miguel para alterar ese sorteo pero el caso es que le tocó conmigo, allí estaba, dispuesto a adoctrinarme.
Ese día recibí mi primer abrazo desde que tenía seis años, me sentí de nuevo como un hijo. Ese día comprendí que mi familia estaba allí.

Miguel me enseñó poco a poco y con paciencia. Resultó tener un carácter agradable y comprensivo, que se ocultaba bajo una cáscara de profesionalidad, severidad e imparcialidad. Siempre defendía que lo único que le importaba eran los suyos y “al cuerno con los demás”.
Me obligó a pulir mis malos hábitos, me enseñó a buscar y a investigar por mi cuenta usando mis contactos en las calles pero siendo sutil. Mantenía un régimen de ejercicio importante que incluía las artes marciales, entre ellos Jox, sucio y rastrero.
Un estilo próximo y rápido, el arte marcial Ukar, de mi planeta. Marrullero, lleno de trucos, de golpes bajos y dirigidos al sitio mas insospechado para dejar al adversario fuera de combate o con dificultades para seguir. La fuerza era secundaria y permitía luchar en ambientes cerrados.

Todo esto tenía un motivo. Miguel siempre decía que algún día tendría que correr, que a veces a uno no llevaba un arma encima para quitarse a los perseguidores y entonces todo ese entrenamiento tendría sentido, que el ejercicio era importante para el desarrollo de la mente también. Un cuerpo, una mente.
Allí fue cuando mi tutor descubrió la marca de mi espalda.
No hizo ningún comentario al respecto.
Sólo me preguntó cuándo había ocurrido y me indicó que había hecho muy bien en no enseñarlo a nadie.
Por otro lado, Miguel no era amante de las armas pesadas, de hecho no era amante de las armas en general. Su filosofía decía que no hacía falta un arma muy grande ya que en las ciudades los problemas venían en los espacios cerrados y distancias cortas.
Evidentemente yo me empapé de todas sus tendencias. Miguel era un perfecto maestro para mí.
Por lo que pude investigar por mi cuenta, Miguel había tenido una historia bastante similar a la mía. Un chico de las calles que había sido recogido por un Asambleario. Era natural que nos compagináramos tan bien.

Cuando cumplí los dieciocho años, para ese entonces ya llevaba cinco años bajo la tutela de Miguel, éste me confesó en secreto que un sacerdote amigo suyo le había enseñado algunos trucos hacía ya unos cuantos años y él me los transmitiría a mí. Me hizo entrar en una habitación completamente a oscuras.
A tientas intenté situarme. Parecía un corredor, las paredes eran lisas. Algo me empujó.

Caí al suelo desconcertado y oí la profunda risa de Miguel.
- Muy mal, cachorro -
- Miguel, no veo nada... ¿No estabas delante? –
La respuesta de miguel no se hizo esperar.
- ¿No puedes o das por supuesto que no puedes porqué no quieres? –
- ¿Qué? – fue lo único que se me ocurrió responder.
- Mira con los ojos de la mente, escucha con el sentido del cuerpo –
- ¿Estas de broma? – respondí.

Lo recordaba como si fuera ayer...
Fue realmente difícil ese aprendizaje en la oscuridad, tanto tiempo. Poco a poco descubrí que sí se podía ver en ese ambiente totalmente oscuro y que hasta se podía oír un alfiler cayendo a cien metros de distancia.
Todo era cuestión de concentrarse profundamente. Esto me llevó muchos meses de aprendizaje, pero no siempre estábamos encerrados. Íbamos y veníamos, vigilábamos a algunas gentes, escuchábamos conversaciones imposibles de escuchar en los mercados...
Hasta que, a los veinte años mi tutor me creyó preparado para desenvolverme solo y revelarme un nuevo secreto.
Él era un Juez de vigía. La policía interna de la Asamblea.

Comprendí al instante que me estaba ofreciendo un puesto entre los jueces.
Mi única familia era la Asamblea y, sobretodo, Miguel. Sólo quería el bien para ellos así que acepté sin vacilar.

Y tres años han pasado... y esta vez recibo un encargo directamente de la Asamblea en Byzantium Secundus para controlar no-se-qué negocios extraños que se están llevando a cabo en un polígono industrial que, se intuye, están haciendo actividades indebidas. Necesitaban infiltrar a alguien allí y yo estaba en ese momento sin encargos.

No se prevee un trabajo difícil y mucho menos violento pero aquí no gozo de red de información y ningun contacto... Sin embargo eso no es nada que no se pueda fabricar rápidamente con la ayuda de un Magistrado. Tiempo al tiempo.
Por si acaso me llevo mi pistola bláster y mi recién adquirida identidad falsa. Ahora mi nombre es Jason Lynx.


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